( TRADUCCIÓN ESPAÑOLA REALIZADA POR EL AUTOR DEL BLOG EN EL VERANO DE 2011 A PARTIR DE LA PRIMERA EDICIÓN INGLESA DE OCTUBRE DE 1920. )
"INTRODUCCIÓN" ( CORRESPONDIENTE A LAS PAGINAS 9-30 DE LA EDICIÓN DE 1920 )
Nuestra actitud en la crisis de Bosnia en 1908-1909 fue en realidad un intento de ofrecer al gabinete ruso una salida al callejón sin salida en el estaba la situación, y así lo hicimos. Pero esta actitud fue interpretada como una afrenta al sentimiento nacional ruso y Rusia considero cada vez más a Alemania como el principal obstáculo a la materialización de sus ambiciones e para el control exclusivo de los Balcanes y Constantinopla.
Cuando el príncipe von Bülow dejo su despacho en julio de 1909, entregándome la gestión de la Cancillería Imperial el me puso al tanto, en varias prolijas conversaciones, del conjunto de las relaciones exteriores de Alemania. Esta visión puede ser reducidas a que nuestra relaciones con Rusia y Francia eran enteramente correctas, que la actitud de Inglaterra era motivo de ansiedad; pero que sería posible con pasos cuidadosos establecer establecer relaciones de confianza con ella también.
Mi propia impresión era que la voluntad general había sido excitada contra nosotros entre las grandes potencias de Europa por la política de cerco impulsada mas que nunca por rey Eduardo VII. Iswolski, responsable de la política exterior de Rusia, no perdía oportunidad de dar su mas violenta expresión a su irreconciliable disgusto con el conde de Aehrenthal y su manera de conducir por entonces la política austrohúngara. Ni siquiera la devoción y determinación con la que el embajador ruso, el conde Osten-Sacken, un típico diplomático de la vieja escuela, implicándose personalmente en el mantenimiento de la tradicional amistad entre Rusia y Alemania podía contrarrestar el hecho de que las fuerzas más influyentes de San Petersburgo estaban ampliando la hostilidad contra la monarquía del Danubio a su aliada, Alemania.
Nuestras relaciones con Francia eran en ese tiempo estables. La convención económica marroquí concluyó en 1909, lo que auguraba fricciones. Con todo, el gobierno francés de la época estaba obviamente ansioso por prevenir ruidosas demostraciones de los agitadores revanchistas. El señor Jules Cambon, embajador francés en Berlin repetidamente me aseguró que unas relaciones más estrechas entre ambos gobiernos eran indispensables. El conservaba un vivido recuerdo de las serias alteraciones a las que nuestras relaciones se habían visto sometidas en 1905. Conocía el carácter de sus paisanos demasiado bien para no reconocer que la obligada dimisión de Delcasse había entonces inflingido una herida en el orgullo galo, y que esa herida no había cicatrizado, incluso cuando el resultado de la conferencia de Algeciras fue eminentemente satisfactorio para Francia. También fue lo suficientemente honorable para admitir que la pérdida de Alsacia-Lorena en 1870 no estaba olvidada y que la reparación de las afrentas sufridas en aquella ocasión constituía un elemento predominante en la política francesa por encima de todos los acontecimientos coyunturales, y estimaba que causaría crecientes complicaciones al menor tropiezo.
En Inglaterra el rey Eduardo VII estaba en el cenit de su poder. Los políticos ingleses por lo general lo saludaban como el “Gran Pacificador”, y enfáticamente rechazaban cualquier sugerencia que la asociación con Francia y Rusia emprendida por Inglaterra implicase un cerco a Alemania, y muchísimo menos un compromiso militar.
Lord Haldane, en un discurso hecho el 5 de julio 191?, declaró expresamente que esa opinión carecia de fundamento y era contraria a la realidad. Esta afirmación tenía parte de verdad y parte de falsedad. Que el rey Eduardo, o para decirlo mas correctamente, la política oficial británica detrás de el, había planeado una alianza militar contra nosotros no era el caso, en mi opinión. Pero negar que el rey Eduardo buscó y promovió nuestro aislamiento es solo jugar con las palabras. El hecho cierto del asunto era que las comunicaciones entre ambos gobiernos estaban restringidas al simple despacho de temas y negocios corrientes entre dos estados que no estaban en conflicto abierto.
EL MONARCA INGLÉS EDUARDO VII ( 1841/ REINADO 1901-1910 ) BETHMANN LO JUZGA COMO UNO DE LOS ARTIFICES DEL ENTENDIMIENTO BRITANICO CON LA ALIANZA FRANCORRUSA. ( IMAGEN NO PRESENTE EN EL TEXTO ORIGINAL )
Además Alemania se encontró con una oposición combinada de Inglaterra, Rusia y Francia en todas las cuestiones controvertidas de la política mundial. Y por último esta combinación no solo interponía todos los obstáculos en la realización de las ambiciones alemanas sino que trabajaba sistemática y exitosamente para alejar a Italia de la Triple Alianza. Pueden denominar a esto “cerco”, “balance de poder” o lo que se quiera: pero la intencionalidad buscada y eventualmente obtenida no era otra que la de forjar una compacta y suprema coalición de estados para obstruir a Alemania, por medios diplomáticos al menos, en su libre desenvolvimiento como poder en ascenso.
La interpretación de esos manejos políticos no solo proviene de críticas chovinistas, sino también de reconocidos círculos pacifistas tanto en Inglaterra como en Alemania y de observadores neutrales. Viendo que durante la guerra la Entente ha tomado a Bélgica en sus brazos para su protección, y entusiasticamente le dá la bienvenida a sus filas como colega del derecho y de la justicia, puede escasamente ignorar la opinión de los diplomáticos belgas sobre este tema.
Sus veredictos exponen los variados escenarios del cerco a la luz de las más condenatorias evidencias, y son quizás mas convincentes que los numerosos testimonios ingleses que proclamaban en cualquier oportunidad la antipatía e incluso las tendencias hostiles de la Entente Cordiale respecto a Alemania.
Podemos entender mejor la posición de Inglaterra en el nuevo alineamiento de las Grandes Potencias fijándonos en muchos de los respetados hombres de estado ingleses, sin distinción de partido. Sir Edward Grey en fecha tan temprana como 1905 cuando el partido liberal estaba próximo a alcanzar el gobierno , sostuvo que un gabinete liberal mantendría la política exterior del anterior ejecutivo. Añadió que aspiraba a mejorar las relaciones con Rusia, y que era deseable no oponerse a un fomento de las relaciones con Alemania, eso si, a condición de que ese acercamiento no perjudicara las relaciones de Inglaterra con Francia. De ahí se deducía un entendimiento con Alemania, pero solo tan lejos como la amistad francesa lo permitiera, y más tarde la amistad rusa se convirtió en otra condición. Así era el principio rector de la política inglesa desde el fin del “espléndido aislamiento” justo antes de la guerra. Y este principio era un grave asunto para Alemania. Inglaterra era muy consciente de que la mirada de Francia estaba clavada fijamente en Alsacia-Lorena, y podían oírse los acordes de la “causa revanchista” sonar a través de las armonías de la fraternización francorrusa. Inglaterra conocía perfectamente las condiciones relacionadas con el incremento de armamentos y expansión de los ferrocarriles estratégicos contra Alemania que Francia impulsaba en su aliada Rusia, en retribución a cada empréstito. En una palabra, Inglaterra estaba como poco en una posición tan óptima como nosotros para captar adecuadamente las tendencias belicosas de la alianza francorrusa, que asomaban detrás de la misma. A nadie podrá sorprender la ansiedad con la que los ojos alemanes seguían toda la evolución de esta actitud británica. Por cierto, el mismo rey Eduardo, el inspirador de la política de cerco dio más tarde inequívocas señales de cómo deseaba que sus deseos diesen frutos. El conjunto de manifestaciones favorables que el monarca otorgó a un esforzado paladín de la revancha como el señor Delcassé con motivo de la caída de este en la primavera de 1906 disipa cualquier duda sobre el verdadero espíritu de la amistad que unía Francia e Inglaterra.
Sir Edward Grey refirió , en lo que le concernía personalmente, que no mostraba ningún sentimiento de enemistad con Alemania. Es debatible si el mismo era capaz de apreciar la plena tendencia agresiva de la potencia francorrusa. Posiblemente el consideraba que su misión era pescar en las aguas revueltas según las necesidades de la política inglesa. Hay buenas razones para pensar también que sus planes no excluían la posibilidad de un acercamiento en ciertos aspectos a Alemania, y que consideraba cada uno de los acercamientos compatibles con el mantenimiento de una estrecha asociación con Francia y Rusia. Su actitud parece haber sido más compleja que la de los estadistas franceses y rusos. A traves de su mente discurrian varias combinaciones políticas las cuales no en cajaban en su totalidad en los más obvios objetivos de la Entente.
No es mi intención entrar en la cuestión de si Alemania podría haber dado un giro diferente a esta configuración del ordenamiento mundial si se hubiera respondido en los primeros años del siglo a las tentativas inglesas de acercamiento y en consonancia hubiera modificado su programa naval.
En el año 1909 el panorama que yo he descrito anteriormente estaba basado en el hecho de que Inglaterra se había colocado del lado de Francia y Rusia en la continuación de tradicional política de oponerse a cualquier poder continental que en un momento dado fuera el más fuerte; y que Alemania incrementaba su programa naval, había dado una dirección concluyente a su política de Oriente Medio, y se mantenía en guardia contra el antagonismo francés que no fue mitigado por su política en años anteriores. Y si Alemania percibió un formidable agravamiento de las tendencias hostiles de la actitud francorrusa a partir del decantamiento de Inglaterra hacia la Alianza Dual, Inglaterra por su parte había percibido como una amenaza la vigorización de la flota alemana y una violación de sus antiguos derechos por nuestra nueva política de Oriente Medio. Las palabras habían quedado sobrepasadas. La atmósfera era glacial y anunciaba tormenta.
Por todas estas razones la posición de Alemania era la más precaria, porque la Triple Alianza había perdido mucha de su solidaridad interna, aunque externamente no lo aparentase. Ciertamente entre nosotros y Austria-Hungria la cercanía de posturas prevalecía. Aprendimos en la conferencia de Algeciras las limitaciones más allá de las cuales no iría el apoyo diplomático austro-húngaro. Pero Italia, tras llegar a entendimientos con las potencias occidentales respecto a Marruecos y Tripolitania gracias a Visconti Venosta, fue aproximándose claramente a Francia más y más; sus ambiciones en los Balcanes, incluso cuando convergía con la monarquía danubiana y enfrentándose a los movimientos nacionalistas balcánicos, no podían precisamente relajar sus relaciones mutuas. Un ministro de exteriores como Prinetti apenas podía ser considerado como un exponente leal de la Triple Alianza original. Igualmente, la preocupación por sus intereses en el Mediterraneo obligaba a Italia a estar pendiente de Inglaterra; basta imaginar las tremendas perspectivas a las que hubiera estado abocada en caso de hostilidades con Inglaterra, puesto que sus posesiones insulares habrían quedado a merced de la escuadra inglesa. La actitud de Italia en la conferencia de Algeciras y la crisis Bosnia fue lo suficientemente elocuente del estado de cosas. Sus coqueteos con la Entente habían dado paso a peligrosas intimidades.
La situación internacional en el verano de 1909 puede ser imparcialmente descrita como sigue: Inglaterra, Francia y Rusia estaban asociadas en una solemne alianza. Japón estaba conectado a ellas a través de su alianza con los ingleses. Las hondas controversias de los primeros tiempos entre Inglaterra y Francia o entre Inglaterra y Rusia habían sido superadas por convenciones en las que cada parte había recibido ventajas materiales. Italia, cuyos intereses mediterráneos habían provocado diferencias entre ella y las potencias occidentales pero también la ponían bajo dependencia de las mismas, fue inducida para acercarse a ese grupo. El cemento que amalgamaba toda la estructura de la coalición en la comunidad de intereses entre los Poderes miembros, creada por la política británica del “do ut des” ( doy y das ) y por el conflicto por separado de cada Poder con Alemania. El antagonismo fundamental hacia Alemania de la alianza francorrusa se había agravado en el caso de Francia por la primera crisis marroquí y en el caso de Rusia por la crisis de Bosnia; y en este último punto, debe ser mencionada, con grosera ingratitud respecto a nuestra actitud durante la guerra ruso-japonesa. Japón por su lado, naturalmente, se resintió de la actitud que nosotros adoptamos en Shimonoseki. Finalmente la hostilidad económica de Inglaterra hacia su competidor alemán tomó un carácter acentuadamente político debido a nuestro rearme naval. Y consecuentemente Alemania tuvo, en mi opinión, que procurar reducir el peligro principal puesto que no podía conjurarlo enteramente ( ese peligro era la Alianza de Francia y Rusia ) intentando que se restringiera al máximo el respaldo inglés a esta Alianza Dual. Esto hizo necesario que nosotros tratáramos de buscar un entendimiento con Inglaterra.
El Káiser estaba completamente de acuerdo con esta política e incluso en más de un debate me la describió como el único procedimiento posible y el único que el mismo perseguiría con todos los recursos a su alcance. El Káiser se mostraba profundísimamente impresionado por nuestra posición cercada. En las varias ocasiones que él proclamó el poder mundial de Alemania con su característica elocuencia y con una confianza inspirada por el asombroso fortalecimiento de su patria , el lo hizo con la intención de lanzar al país nuevos bríos y elevarlo de la rutina diaria mediante el estímulo de su temperamento entusiasta. El quería ver a su pueblo fuerte y satisfecho; la misión de Alemania, un asunto de convicción para él, era una misión de trabajo y de paz. Que este trabajo y esta paz no perecieran en medio de los peligros que los rodeaban era su máxima preocupación. Una y otra vez el Káiser me dijo que su estancia en Tánger en 1904, la cual bien sabía que evolucionaría en alarmantes complicaciones había sido impuesta contra su propio deseo y bajo la insistencia de sus propios consejeros políticos; y que el hizo uso en grado extremo de su influencia personal para un arreglo amistoso de la crisis de Marruecos de 1905.
Su actitud durante la guerra Boer y durante la guerra ruso-japonesa estuvo fundada igualmente en un deseo de paz. Y ciertamente a un halcón no le habría faltado oportunidades para aventuras militares. En ese tiempo críticos alemanes tenían el hábito de afirmar que las demasiado frecuentes protestas de nuestras intenciones pacíficas eran menos eficaces para la paz que disuadir a la Entente de buscar la modificación del status quo. Esta consideración es de peso incuestionable en una época imperialista cuyos cálculos principalmente se daban en términos de poder material, y solamente incidentalmente con el mantenimiento de la paz. Así fue desde al menos una década antes de la guerra, y es posible que esas consideraciones expliquen mas de uno de los pronunciamientos del Káiser en los cuales puso el acento en el poder militar alemán. Ciertamente expresiones de este tipo no ayudaban a relajar la tensión general en la cual estaban inmersas las relaciones internacionales. Pero la inquietud en el mundo estaba realmente enraizada en ese balance de poder que dividía Europa en dos campos, ansiosamente vigilándose el uno al otro y armándose hasta los dientes. Los embajadores de las grandes potencias conocían al Káiser lo suficientemente bien para estar perfectamente al tanto de que sus intenciones reales eran completamente pacíficas. Nada más lejos de la realidad que el estado de opinión creado durante la guerra presentándolo al mundo como la odiosa caricatura de un tirano sediento de guerra, poder mundial y matanzas. El destino que ha deparado al Káiser esta inaudita tergiversación de una personalidad profundamente penetrada por el ideal de la paz es quizás la mayor tragedia de la historia. Solo aquellos, como yo mismo, que estuvimos durante años en comunicación confidencial con el Káiser, y habíamos experimentado el deseo apasionado con el que buscó una solución pacífica en ese verano fatal de 1914, puede realmente saber como su sufrimiento por la caída de Alemania debe de haber sido superado amargamente por esos otros ultrajes contra su profundo sentimiento basado en convicciones cristianas.
* * * * * * * * * * * ( separación con asteriscos en el original )
La situación interna de Alemania era muy confusa en la época en que yo tomé posesión de mi cargo. La política del príncipe Bülow de gobernar mediante un bloque parlamentario había tenido un indudable éxito, con la cual había implantado un liberalismo progresista por un tiempo al menos desde su desventajosa posición ante una intransigente oposición y había de este modo ensanchado las bases de la política gubernamental. Pero la cooperación con el partido progresista había provocado el disgusto de los conservadores tanto en la práctica como en los vínculos personales, y el Zentrum [ N.T. Centro Católico ] aunque estaba próximo a la Derecha en incontables asuntos habituales, se encontraba alineado con la socialdemocracia en la oposición , una postura impuesta por las decisiones del bloque, mas que por resentimiento hacia estas. Quizás un mejor resultado se habría alcanzado si el gobierno hubiera pactado tempranamente con la oposición de el Zentrum presentándolo como un asunto puramente transitorio. La disolución del bloque provocó que la dislocación de los partidos empeorase en comparación con la situación previa. La Derecha, libre de su alianza con el partido progresista estaba más dispuesta que antes a sostener expresiones claras de los puntos de vista agudamente conservadores, especialmente en el Landtag prusiano. La clase media izquierdista estaba amargamente decepcionada de haber fracasado en ejercer más influencia sobre la política y en consecuencia se inclinó de nuevo hacia la oposición. La socialdemocracia había sido perceptiblemente debilitada por las decisiones del bloque aunque se limitó a endurecer su intransigencia. Únicamente el Zentrum había ganado alguna ventaja. Gracias a un hábil liderazgo que mantuvo entre sus contactos a las fuerzas conservadoras y democráticas, y gracias a sus prudentes tácticas que le ahorraron posturas prematuras y le proporcionaron una posición más flexible, de perfiles con menos rígidos que a los demás partidos ante aquellas políticas impuestas por las condiciones generales.
Esta amplia acentuación de la línea de los partidos encontró considerable estímulo en la opinión pública fuera del Parlamento. Es casi imposible hoy en día entender como la disputa se embraveció tan amargamente en torno a cualquier asunto, como los impuestos sobre la renta con sus moderados gravámenes, y como principios fundamentales de la moralidad familiar alemana podían ser usados como invectivas en cada riña. La resistencia, especialmente de los conservadores, era en esta y en otras cuestiones totalmente miope e hizo mucho daño al partido en el país, especialmente cuando recibieron el apoyo de los elementos de la asociación de terratenientes.
El reproche de que los conservadores con su oposición al impuesto estaban intentando salvar sus propios bolsillos era demasiado obvio para no ser aprovechado por los agitadores de masas. Y si el Zentrum pago menos por su rechazo al impuesto sobre la renta fue probablemente porque adoptó una actitud menos hostil hacia la reforma electoral prusiana. El tozudo rechazo de los conservadores a renunciar al sistema electoral de clases que había favorecido a su partido tan remarcablemente en el curso de nuestro desarrollo nacional, desnudo su política en su pleno contenido de interés de clase. Y esto era agravado por su negativa a aceptar un impuesto sobre la renta que ciertamente tasaba la propiedad de la tierra mas duramente que otros capitales.
El partido de la Prensa, naturalmente recurrió a su grosero cizañeo en lugar de plantear las cosas pausadamente. La victoria de la reacción sobre la reforma ( el destino de la política del bloque y la caída del príncipe von Bülow eran habitualmente interpretados así ) fue convertida por los periódicos socialdemócratas en la materia de apasionadas efusiones sobre el atraso de nuestras condiciones políticas, las cuales se asumía que se debían a la dependencia a un poderoso gobierno de propietarios oligárquicos. No se midió suficientemente como cada exageración alteraba los significados y creaba erróneos prejuicios en el extranjero. Con el paso de los años recibí constantemente lamentaciones de alemanes que conocían el estado real de los problemas en la patria y vieron el reflejo distorsionado de estas declaraciones en el exterior. No sería aventurado decir que la campaña de odio y vilipendio dirigida contra los alemanes por nuestros enemigos durante la guerra obtuvo su munición de esta fuente mucho más que del Pangermanismo.
Yo, personalmente, tuve que sufrir por la confusión de nuestras condiciones políticas internas. Ningún partido deseaba exponerse al reproche de promover la política del gobierno. Esto fue suficiente para bloquear cualquier intento de formar una mayoría parlamentaria sólida. En algún caso las diferencias de convicciones políticas hicieron imposible que yo pudiera encajar mi política general en conformidad con esos partidos que eventualmente respaldaban la reforma fiscal. Y de la otra banda, las líneas políticas de la socialdemocracia y progresistas se presentaban como una opción impracticable. La única solución fue improvisar una mayoría según la ocasión; y se demostró a lo largo del tiempo que las medidas podían sacarse adelante siguiendo cada propuesta del gobierno y en aceptables formatos mediante este procedimiento, con la excepción de la reforma electoral de Prusia.
Y esto incluyó trascendentes legislaciones, como el estatuto de Alsacia-Lorena, la ley de seguros y los presupuestos militares. Un crítico, sin partidismos, admitirá que la legislación imperial aprobada por este método tenía un carácter, tal vez abierto a las críticas de los partidos principales . pero más próximo a la conformidad de los requerimientos esenciales de el momento que si hubiera sido obtenida por un legislativo de pura base partidista. Por lo general mis esfuerzos en poner al gobierno antes que el partido, objeto de muchísimas críticas y contumacia, tenían un objetivo final que yo consideraba la culminación de mi política interior y su puesta en práctica con este método.
Puede que no sea pertinente preguntarse si alguien que estudie el asunto sin prejuicios vería que la Socialdemocracia combinaba sus amargas quejas contra los hechos históricos y sus utopias sin fin, todas económica y políticamente inviables, con importantes objetivos los cuales no estaban solo inspirados por el idealismo sino también adaptadas a los intereses económicos y políticos de su mundo. Sus seguidores, que se contaban por millones, eran principalmente reclutados entre la clase trabajadora que podrían haber hecho grandes cosas en el campo de las actividades productivas y que eran mantenidos bajo una estricta disciplina por las secciones económicas de los sindicatos y las organizaciones políticas del partido. Solamente una errónea concepción de las limitaciones de la autoridad del gobierno podría hacer suponer que un poder como este podía ser reprimido por medidas represivas. El deseo predominante en varios ambientes de la clase media de mantener a la Socialdemocracia permanentemente en posición de abierta hostilidad hacia la Realeza y el gobierno, no era una política práctica. No podía ser reconciliada con las responsabilidades de una política como la mía de un carácter conservador y constructivo.
Yo había expresado mi convicción contraria al ministerio de interior cuando, en ocasión de la ceremonia de apertura del congreso laborista alemán, declaré que la adaptación del movimiento laborista al orden existente en la sociedad era el más importante objetivo de los tiempos. Y no mucho después repetida y enfáticamente argumenté en el mismo sentido cuando propuse la ley de Consejos del trabajo, un proyecto legislativo que desafortunadamente no prosperó. Durante la guerra seguí la misma línea incluso con más énfasis.
Hubo continuos y considerables obstáculos a toda tentativa de inducir gradualmente al partido socialdemócrata hacia las asignaciones presupuestarias y los programas militares, sus terroríficas extravagancias en disputas sobre los salarios, sus profesiones de tendencias internacionalistas, y sus constantes y dañinos ataques a la monarquía, hicieron a todo hombre de estado sospechoso ante la masa de la clase media sino combatía a la Socialdemocracia. Las clases medias estaban parcialmente convencidas y parcialmente acostumbradas a considerar que el combate contra la Socialdemocracia en todo momento y en toda ocasión era el principal requisito de un hombre de estado adecuado. El espíritu de Bismarck era siempre invocado en esto, aunque los más comprometidos adherentes a su política de anti-socialdemocracia no podía haber ignorado el cambio en las condiciones desde su época. Y si los socialdemócratas mismos podían excusar su amargura señalando las persecuciones que habían soportado bajo la Ley contra el Socialismo y las muchas duras palabras en los años siguientes, eran ellos mismos quienes siguieron el juego a sus oponentes e hizo más difícil protegerles de las demandas contra ellos dictadas por el espíritu de la autocracia y reforzadas por una legislación de excepción.
La confusa y fluida condición de los partidos era muy inconveniente para la dirección de los asuntos exteriores. La posición externa de Alemania, como he descrito, era demasiado grave como para permitirles el lujo de conflictos internos que serían bienvenidos por una opinión pública extranjera hostil como una evidencia de debilidad. Aunque la vida política requiere una crítica libre tanto de hombres como de asuntos, las extravagancias a este respecto conducían al riesgo de aparentar inmadurez política. Y así es imposible dar a los intereses de un país una representación efectiva sin un espíritu de equipo suficiente para refrenar una crítica contumaz.
Al pueblo alemán le había costado largo tiempo aprender que prestar atención a los problemas exteriores era necesario por la entrada de Alemania en la política mundial. Esa es la impresión que uno obtendría el debate anual de sus representantes en el Reichstag en relación con los votos respecto a los asuntos exteriores. Muchos de los discursos en esas ocasiones, discursos que estaban diseñados para hacer, e hicieron, mal ambiente sin otro propósito, uno no puede sino imaginarse si los peligros de nuestra situación externa eran comprendidos o no en estos discursos sobre nuestra política exterior. ; pero de la otra banda estos peligros eran frecuentemente sobreestimados en ocasión de los debates sobre los programas militares. El pueblo en conjunto no mostraba inclinación por los impulsos chovinistas. El público apenas leía a Nietzsche o Bernhardi. Y como ingenuamente las tendencias materialistas del momento encontraban amplia actividad y satisfacción en una magnífica prosperidad de los negocio, el público no pensaba en conquistas o imperios; mientras esta fundamental corriente de opinión era expresada con suficiente esmero en la política de los diversos partidos, contrastaba con las campañas nacionalistas de algunos de sus líderes. Debe reconocerse que la Socialdemocracia era ampliamente vituperada cuando el punto de vista nacionalista era frecuentemente utilizado en fórmulas extremas propiciando violentos conflictos y culminando en indeseables confrontaciones de partidos nacionales e internacionales, cuya oposición a los armamentos y cuya aceptación del principio de arbitraje constituían un programa en si mismo bastante lógico, aunque la presión de estas proclividades internacionalistas estaba fuera de lugar. La propaganda pangermana también hizo su contribución a la tensión. En cualquier caso es debatible el punto de vista que obtuvo general aceptación durante la guerra de que el carácter alemán encontraba su verdadera expresión en el pangermanismo, cosa mucho menos evidente en 1909 cuando el movimiento pangermano había empezado a conseguir audiencia entre los Conservadores y los Nacional-liberales. Pero esto no influyó sobre la política del gobierno. Poco después de mi entrada en la cancillería tuve ocasión de dar una afilada respuesta a una ofensiva de la Liga Pangermánica. Yo aprendí mas tarde con ocasión de la crisis marroquí de 1911, y durante las tentativas de llegar a un entendimiento con Inglaterra, que importantes partidos con una gran implantación en la administración de Prusia, en el ejercito, la marina y los grandes negocios y quienes habían sido afectados por las ideas pangermánicas podían y obstaculizarían la conducción de la política exterior. No estoy diciendo que los Conservadores y Nacional-liberales condujeran una campaña que incluía la guerra. Pero no rechazaron gestos que podían ser interpretados como amenazas por personas predispuestas, y ellos obstaculizaron mis esfuerzos para eliminar las principales fricciones en los asuntos externos acusándome de debilidad.